Por unas horas desee ser una niña, y haber nacido en Italia, y haber estado el domingo 14 de febrero en San Gimignano. Pero conviene empezar desde el principio. Me levanté a las cinco de la mañana, casi sin poder despegarme de la almohada, y con la ayuda de un fuerte capuccino partí hacia la estación Tiburtina.
El cielo, sombrío, esperaba vestido de negro el amanecer. Saqué mi libro anaranajado, lo abrí y me perdí en las diez variaciones sobre el tema de Venezia que propone Semi (“el tema”, así lo llama, es el inexorable destino de la isla, condenada a perecer en algún momento), hasta que un atisbo de luz me hizo levantar la vista.
El cielo, sombrío, esperaba vestido de negro el amanecer. Saqué mi libro anaranajado, lo abrí y me perdí en las diez variaciones sobre el tema de Venezia que propone Semi (“el tema”, así lo llama, es el inexorable destino de la isla, condenada a perecer en algún momento), hasta que un atisbo de luz me hizo levantar la vista.
El tren seguía su marcha, mientras yo admiraba las montañas celestes. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer pintitas blancas, dispersas, esporádicas. Las praderas parecían cubiertas de una helada, pero debía ser una helada muy fuerte para verse tan blanca. Hasta que por fin, el blanco se extendió, un blanco terso, esponjoso, curvilíneo, como el glacé que agregábamos a las casitas de oblea para decorar las tortas. Y yo que pensaba que no valdría la pena
Llegué nueve horas después; no porque fuera tan lejos, sino porque el sueño me venciò durante el viaje y debí volver hacia atrás, para tomar una serie de colectivos y trenes que parecía no acabar.
Llegando al pueblo, se empezaban a ver los rascacielos. Pero no se trata de edificios, sino de altisimas torres medievales, costruida
Es que el carnaval en Italia no tiene que ver con el agua, las bombuchas, o las lentejuelas y las plumas. Es una fiesta para los niños, que se disfrazan de todo tipo de cosas y tiran confeti y espuma al primerp que ven pasar. En el camino cuesta arriba, me detuve a comprar una p
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Detrás de ellos, las torres, las protagonistas de una historia fascinante que mantienen viva. Hoy quedan 15, pero calculan que durante su apogeo en el medioevo llegaron a 72, tantas como el nucleo de las familias pudientes, que exhibían a través de ellas su poderío económico. Finalmente, llegué a la piazza. Y es una verdadera fiesta. Rodeada de pórticos góticos, pequeños cafes y coronada por un aljibe de piedra, la plaza está colmada de Niños que juegan sobre una alfombra de papel picado y experimentan con la espuma.
Parece mágico, y no sería extraño que lo fuera, en un pueblo que debe su nombre a un milagro: cuenta la leyenda que durante las invasiones bárbaras del siglo V, el obispo modenense salvó a la ciudad de la amenaza de Totila, apareciendo milagrosamente sobre los muros. Fue así como los habitantes de la antigua Silvia decideron llamarla San Gimignano, en gratitud a la protección del santo. Pero aquel esplendor que la envolvió durante la Edad Media se esfumó en el 300, cuando la peste se extendió sobre la colina y redujo a la población (que alcanzó a 13 mil habitantes) a sólo 3 mil.
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A medida que va cayendo la tarde y las nubes grises comienzan a oscurecerse, los reductos se tornan sombríos y ahuyentan a los viajantes. Poco a poco las fábulas parecen cobrar vida, y las sombras susurran las historias que el tiempo fue hilando. Pero es hora de regresar, la noche se precipita y el frío se cuela por todas partes. Los papelitos de colores, dispersos sobre los adoquines, comienzan a bailar al ritmo del viento mientras una diminuta tigresa asoma sus ojos desde un cochecito.
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