miércoles, 9 de junio de 2010

De Brujas y otros misterios

¿Qué tienen en común una bruja y un puente? Por esas vueltas etimológicas que tiene la vida, este pueblito belga demarcado por un círculo casi perfecto de canales, ese pueblo que llaman “la Venecia del norte” y que los flamencos denominaron Brugge (que significa puente), se tradujo casualmente al español como Brujas. Pero la historia y un breve recorrido por este pueblito encantador nos demostrarían más tarde que, cuando de palabras se trata, las casualidades no existen.



Ya el camino, desde Bruselas, me había quitado el aliento. Poco después de haber subido al tren, empezamos a atravesar poblados casi irreales, envueltos prolijamente en una pradera verde y frondosa, decorados por casitas de techos oscuros que caen desde lo alto en una inmensa pendiente, intercalándose con molinos blancos que desafían el viento.
Hay un aire misterioso, sugestivo y algo sombrío que merodea por las callecitas de Brujas. El silencioso respirar de los canales se entremezcla con el rumor de los botes y nada más se escucha; hasta los visitantes parecen susurrar entre ellos, tal vez hipnotizados por la magia de un pueblo que parece detenido en el tiempo. Desde el puente, los sauces enmarcan el canal y las ventanitas aportan el colorido de sus flores. Las construcciones, oscuras pero impecables, parecen muertas, no hay ningún signo que indique si están habitadas. Me da la sensación de que allí viven ancianas de cabellos blancos, que tejen con parsimonia los pañuelitos de encaje que se venden en los diminutos locales. El cielo amenaza con nubes pesadas, pero hay una brisa fresca que posterga la lluvia.
No es difícil imaginar, con esta atmósfera, las hogueras ardiendo. Cuenta la leyenda que durante el siglo XII se popularizó en el pueblo el labor de las curanderas, que conocían todos los herbajes y eran las encargadas de guiar a las jóvenes durante el embarazo hasta el parto. Pero el tiempo y la incipiente medicina de aquel entonces se conjugaron para tejer la creencia de que tenían el poder de hechizar a las madres y determinar si el bebé moriría o no, trazando una línea muy sutil entre brujas buenas y brujas malas. Pero a medida que se iba consolidando la disciplina médica, la profesión de estas mujeres, la mayoría ancianas y solteras, se tornó inconveniente y fue declarada ilegal. Fue así que inició una verdadera caza de brujas, que finalizaba en la plaza del Burg, donde se las condenaba a morir en la hoguera.
Pero hoy la plaza tiene otros colores y otro espíritu. Atraídos por la melodía de las gaitas que suenan delante del Municipio, atravesamos un delicioso recorrido de curvas en el que comienzan a sucederse una tras otra decenas de bombonerías artesanales, resplandecientes, coloridas, que exponen con orgullo uno de los emblemas nacionales: el chocolate belga. Miro hacia arriba, y es una obra de arte. Los edificios son angostos, de un color rojizo oscuro y llenos de ventanitas, coronados por un techo en escalera distintivo, diferente en cada uno de ellos. Desde atrás asoma el Belfry (llamado Belfort en español), una torre neogótica que se impone desde el Markt como un panóptico desde el que, dicen algunos, se puede ver el Mar del Norte.

A un costado de la plaza del Burg, la misma que atestiguó el bramar de las hogueras, se encuentra la Capilla de la Santa Sangre, una construcción que asemeja cualquier cosa menos una iglesia y que, sin embargo, alberga una de las reliquias más misteriosas del cristianismo: la Santa Sangre. Traída desde Tierra Santa en el 1150, durante la Segunda Cruzada, la reliquia se conserva en una botella de cristal de roca y protagoniza uno de los mitos que hacen de esta ciudad una de las más misteriosas: dicen los expertos que, una expuesta, deviene líquida en virtud de su carácter sacro, aunque algunos escépticos aseguran que sólo se trata de un fenómeno científico, relacionado al cambio en las condiciones climáticas. Lo cierto es que, para el Día de Ascensión, la procesión de la Santa Sangre congrega a miles de fieles y turistas en un festival que reúne el color de las tradiciones medievales con una devota fe cristiana.

Y aquí estamos; después de un fascinante recorrido por las casas de encaje, llegamos a la plaza principal, el Markt, un perfecto óvalo circundado por exquisitas muestras del gótico nórdico. Al costado del Belfry, se alza el Palacio Provincial, una magnífica construcción que apadrina la plaza, en franco contraste con los angostos edificios que se suceden en hilera y que hoy albergan los mejores restaurantes de la ciudad. Al centro, algunos carruajes aportan su toque de aristocracia a la plaza, y tientan a los turistas con un paseo en el tiempo.

Al parecer, las brujas no fueron las únicas perseguidas el pueblito de los puentes. En el 1200, las Beguinas, un grupo de religiosas feministas perseguidas por la Iglesia, iniciaron sus propias comunidades en Flandes, promoviendo una forma de religiosidad que no implicaba el retiro del mundo. Poco a poco lograron ganarse un espacio allí y comenzaron a ser toleradas como mujeres independientes que ayudaban a los pobres. Las casitas pequeñas en donde se instalaron son hoy parte del Patrimonio Mundial de la Humanidad que preserva la UNESCO, y a pesar de la gran expansión de las casas de caridad, sólo queda un beguina en toda la región de Flandes.

Seguimos caminando en dirección de los "beguinages", pero una sorpresa nos retiene en el camino: primero uno, abriéndose paso parsimoniosamente por debajo del puente y a través del canal; luego dos, tres, cuatro, decenas de cisnes blancos que abren sus alas y se recuestan sobre la rivera, retorciendo sus cuellos como si buscaran que el sueño les regalase un abrazo.

Emprendemos el regreso al hostel, sorteando la tentación de las bombonerías y el aroma de los belgian waffles, saboreando el aura misteriosa que destila cada callecita. Nos perdemos sin querer en el camino, pero no importa. Siempre hay algo por descubrir en esta ciudad que entreteje uno y mil misterios detrás de sus encantos medievales.

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