3. Sus personajes. Hace varios meses que refaccionan
el metro, generando un caos de tránsito corpóreo que revoluciona los ánimos y
calienta el humor matutino. Y en medio de todo ese caos subterráneo, del
incesante atropello de gente que se agolpa para llegar al metro como si
tuvieran que alcanzar el último vagón antes del apocalipsis, en medio del mareo
de flechas y atajos, un guardia de ojos redondos como huevos y chaleco tan
anaranjado como su piel saluda a los transeúntes con ironía y parsimonia: les
recomienda qué pasta hacer este mediodía, cómo abrigarse para mañana, o qué zapatos
ponerse con ese tapado. La gente que pasa, impávida, parece muchas veces no
notarlo, pero muchos otros le responden con toda naturalidad siguiendo esta
conversación sin sentido y sin fín.
Sólo en Roma puede encontrarse un monje
pelirrojo recorriendo alegremente la avenida de la Conciliación en
rollerskates, con su túnica de capucha negra y una pequeña mochila estilo-escolar. Sólo en
Roma puede verse una monja tocando insistentemente la bocina de un auto
compacto, o escribiendo un mensaje de texto mientras con la otra mano sostiene
un helado de chocolate. Sólo en Roma puede uno toparse con un gladiador sentado
a tu lado en el autobús, recitando frases incomprensibles de victorias y laureles mientras seca
el sudor de su frente.
4. Sus rumores. Si el centro de la ciudad parece un carrusel de autos y motonetas que fingen no saber adónde van, basta sólo adentrarse en alguna de sus callecitas laterales, allí donde solo las sábanas transitan de ventana en ventana, para sentir el melodioso chorrito de alguna fontana. Ahí, tan cerca y tan lejos del tráfico estridente, comienza a colarse el sigiloso zumbido de las Vespa que se pasean por las calles empedradas y el rechiflar de las miles de tacitas que se chocan en los bares de cada esquina mientras los romanos, de traje o de bata, toman de un sorbido el pequeñísimo espresso.
4. Sus rumores. Si el centro de la ciudad parece un carrusel de autos y motonetas que fingen no saber adónde van, basta sólo adentrarse en alguna de sus callecitas laterales, allí donde solo las sábanas transitan de ventana en ventana, para sentir el melodioso chorrito de alguna fontana. Ahí, tan cerca y tan lejos del tráfico estridente, comienza a colarse el sigiloso zumbido de las Vespa que se pasean por las calles empedradas y el rechiflar de las miles de tacitas que se chocan en los bares de cada esquina mientras los romanos, de traje o de bata, toman de un sorbido el pequeñísimo espresso.
6. Besos de película. “¿Que si es cierto que Roma es la ciudad más romántica del mundo? Basta sólo leer su nombre al revés, Vale”, me dijo una vez mi amigo Gabriele. Y no se equivoca. No es precisamente por esa aura dorada que se recuesta sobre sus cúpulas curvilíneas, ni por su perfecta combinación entre lo sagrado y lo irreverente, ni tampoco por la melodía que se siente en el murmullo de sus fontanas. La razón es otra. La gente en roma se besa de manera diferente, nunca ví gente besarse como aquí. Pareciera que la ciudad eterna despertara en las parejas una pasión aletargada, una escena cinematográfica. Una noche me paseaba por Piazza Navona, y me topé con una imagen simplemente perfecta. Ella, alta, de mediana edad; su pollera negra de cintura a rodillas y su camisa blanca bien estirada. La silueta de sus tacos altos quedaba delineada por la luz tenue que llegaba desde la fuente que estaba en el medio de la plaza. Él, también de mediana edad, alto, morocho y de traje oscuro, rodeaba su cintura con los brazos. Ambos de pie, al lado de otra fuente berniniana, sobre aquellos adoquines que reflejaban el paso veloz de la lluvia nocturna. No creo que ninguna foto pudiera reflejar la magia de esa escena.
8. Los sanpietrini. Quién sabe de dónde provendrán esos adoquines
tersos y gigantes que agrietan las callecitas del centro. Quién sabe quién les
habrá dado ese gracioso nombre, que combina el sonido de la “pietra” con el
carácter sacro que impregna la ciudad elegida por San Pedro. Son su marca
registrada e indeleble, el desafío de la mujer italiana que no le teme a los
tacos aguja, el espejo misterioso en las noches de lluvia, el laberinto de
grietas perdidas, la matriz que dibuja todos los caminos que conducen a Roma.
9. Sus colores. Frente a la Piazza della Rotonda, a un costado
del milenario Pantheon, las ventanitas se achican y se estiran formando una
hilera celeste, torcida e imperfecta. Pareciera que se estuviesen cayendo
encima de las mesitas cuadriculadas que miran a la fontana que se erige en el
centro de la plaza. A veces, mirando los edificios la rodean, me pregunto cómo
algo tan decrépito y decadente puede ser tan bello. Muros naranjas perforados
por ventanas asimétricas, las enredaderas retorciéndose entre la piedra
colorada, y miles de imágenes sacras, viejas y descoloridas azarosamente
despuntando en cada esquina. Roma tiene ese color añejo que rememora el pasado recóndito,
esa combinación perfecta de mármol blanco y piedra erosionada, esa paleta
rojiza de colores que pintan grietas dignas del renacimiento.
10. Ser un extraño en Roma. Basta subirse a un autobús. Hacer la fila en el Correo. O sentarse en un bar a tomar un café. Ser un extraño en Roma es imposible. Hay una especie de código implícito que reconoce en el perfecto desconocido un prójimo, y muchas veces, hasta un cómplice. Según las reglas imaginarias de éste código, basta sólo preguntar a una persona la indicación hacia una calle en el tranvía para encontrarse de repente con cinco personas alrededor, debatiendo cuál es el mejor recorrido a tomar para llegar más rápido.
10. Ser un extraño en Roma. Basta subirse a un autobús. Hacer la fila en el Correo. O sentarse en un bar a tomar un café. Ser un extraño en Roma es imposible. Hay una especie de código implícito que reconoce en el perfecto desconocido un prójimo, y muchas veces, hasta un cómplice. Según las reglas imaginarias de éste código, basta sólo preguntar a una persona la indicación hacia una calle en el tranvía para encontrarse de repente con cinco personas alrededor, debatiendo cuál es el mejor recorrido a tomar para llegar más rápido.
Me ocurrió una vez, mientras intentaba ubicar la sede de un curso de árabe, que una mujer que había parado en el medio de la calle cambió su rumbo y me acompañó negocio por negocio preguntando dónde quedaba hasta encontrarla. Me pasó también de encontrarme en la puerta de una librería con una mujer que, sorprendida de los piropos de un señor más joven, se reía agarrándome del brazo y me explicaba que ella podría haber sido su madre. "¿Estarán locos?", pensaba. No, los romanos son simplemente así. Con la palabra y la sonrisa siempre disponible al extraño; quizá porque reconocen en ese otro un par. Quizá, porque necesitan profundamente reconocerse para no dejarse llevar por el caos de esta ciudad.
Continuará...
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